miércoles, 9 de enero de 2008

El Antronauta

Hoy - Clandestino: After Cachi-Pún

Si hablamos de “Clandestino” en la acepción bohemia local, nos referimos a tugurios que de alguna manera se las arreglan para abrir sus barras después del horario fijado por la pacata ley de alcoholes, y de paso, hacen un lindo cara pálida a los municipios que se empecinan en coartar la libertad de parranda individual y grupal.

El “After” - como le llaman los siúticos que creen que así le suben el pelo a su local regalón - recibe a todos aquellos calaveras que se quedaron cortos de carrete, a los que calientan motores desde más o menos las cinco de la madrugada, o a quienes no les ha saltado la liebre y se juegan las últimas cartas en la espuma que deja la ola.

¡Jamás olvidar el glorioso clandestino (como los prefiero llamar) que funcionó en el cuarto piso de un viejo edificio cerca de la Plaza Italia! Lugar que por medio de una empinada escalera de madera seleccionaba en forma natural a la clientela apta para lo que quedaba de sandunga. La misma subida que una noche delató a los pacos que enajenados buscaban el lugar de la fiesta mientras todos los parroquianos nos encontrábamos de guata en el suelo, a oscuras y con la música apagada hasta tener la certeza que los convidados de piedra ya se habían ido.

Luego de reiteradas visitas de este tipo, los “Papurris lado B” descubren la magia escondida en una casa cercana a Irarrázabal. Se trataba de una construcción antigua, de esas que inmediatamente conducen a sus invitados desde la cuneta hacia el living, de aquellas que engañan a quienes caminan por la vereda sin imaginarse que dentro puede estar desatándose el mejor de los carretes, locaciones cuidadas por San Pedro… patrono de todos los pescadores nocturnos.

El tema es que acto seguido de tocar el timbre se presentaba una morena de lentes negros y gruesos… típica pinta de intelectual de izquierda (aspecto que cultiva Noñasky) quien susurrando y con la puerta entre abierta preguntaba por la contraseña. “Grecian 2000” eran las palabras que permitían la entrada a un comedor con piso de madera y escasos muebles cuyo centro lo vestía una alfombra que se transformaba en la segunda parte del ritual de acceso. Una vez parados sobre el tapete, la morena de lentes nos hacía entonar la siguiente canción: “¡En la alfombra mágica, somos invisíbiles, vámonos de viágico… somos truquilá!”… tonada que nos hacía volver a la niñez por cortos segundos y que nos autorizaba a remover dicha alfombra, levantar una puerta de madera instalada en el piso y enfrentarnos a una escalera que nos conducía al paraíso.

Se trataba de un pequeño subterráneo ambientado por maniquíes, tazas de baño que hacían las veces de asiento, un par de mesas, una bola disco que colgaba desde el techo, una improvisada barra y un número indeterminado de polillas que copete en mano, recurrían a sus mejores técnicas de conquista para lograr una recompensa entrando la madrugada, en el ocaso de la noche… cuando afuera el care gallo amenazaba con ponerle fin a la jarana. Todo esto acompañado de una música tenue – por lo general bossa nova o mambo electrónico – sintonizada a un volumen que permitía bailar y conversar sin dificultad.

Fue en este contexto cuando con la ayuda de mi inseparable Ñoñasky interceptamos dos vampiresas, quizás las únicas que volaban rasantes por la breve pista de baile. Había que actuar rápido antes que el sol delatara nuestras ojeras al momento de salir. “¿Qué les parece si nos vamos altiro a Marín?” preguntó ahorrándose cualquier tipo de poesía y sutileza mi compañero de andanzas. Sin darle más vueltas al asunto la dupla veinte añera accedió a la propuesta, abordamos nuestra nave y literalmente volamos hacia la céntrica calle que colinda con Vicuña Mackenna.

Justo cuando los impertinentes pájaros cantaban al nuevo día, nos encontrábamos los cuatro encerrados en una estrecha sala de espera de una vieja casona ubicada en la calle Marín. “¿Pieza apara cuatro?” preguntó prepotente una voz femenina del otro lado de la puerta. “¿Vamos a partucear un rato?” preguntó para nosotros una de las invitadas sin esconder sus intenciones de montar un cuarteto. En ese momento nos miramos en silencio y luego de imaginarme a Ñoñasky en pelotas junto a mí compartiendo la cosecha de aquella noche, optamos por el azaroso cachi pún… dejando que el destino repartiera las cartas, armara las parejas y sabiamente se encargara que a ese par de damiselas nunca más las volviéramos a ver.

Por Italo Franzani

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